La metáfora del viento y las velas nos habla directamente sobre uno de los mayores obstáculos para nuestra realización personal: la procrastinación. Cuando posponemos lo que podríamos hacer ahora, desaprovechamos el viento favorable que sopla en nuestras vidas.
La procrastinación es mucho más que simple pereza. Es un complejo mecanismo psicológico donde posponemos tareas importantes a pesar de saber que esto nos perjudicará. Este comportamiento tiene raíces profundas en nuestra psicología:
Cuando procrastinamos:
En la tradición zen, el momento presente es lo único que realmente existe. Cuando posponemos la acción, estamos viviendo en un futuro imaginario, desconectados de la realidad inmediata.
La meditación y las prácticas de atención plena nos ayudan a reconocer los patrones de pensamiento que conducen a la procrastinación. Al observar nuestros pensamientos sin juzgarlos, podemos identificar las excusas que nos damos a nosotros mismos.
Divide tu trabajo en intervalos de 25 minutos, seguidos por 5 minutos de descanso. Esta estructura hace que comenzar sea menos intimidante y aprovecha los ciclos naturales de atención.
Si algo toma menos de dos minutos, hazlo inmediatamente. Muchas tareas que posponemos son en realidad muy breves.
Divide los proyectos abrumadores en pasos pequeños y manejables. Cada pequeño logro construye impulso.
Identifica tus "ladrones de tiempo" y crea un entorno que minimice las interrupciones.
Recuerda por qué importa lo que estás posponiendo. ¿A quién beneficia? ¿Qué valores personales refleja?
La procrastinación a menudo se alimenta de autocrítica. Trátate con la misma amabilidad que ofrecerías a un amigo.
Un monje caminaba por el bosque cuando de repente se encontró perseguido por un feroz tigre. Corriendo con todas sus fuerzas, llegó al borde de un precipicio. Con el tigre acercándose rápidamente y el abismo frente a él, vio una vid que colgaba sobre el borde. Se aferró a ella y comenzó a descender.
A mitad de camino, miró hacia abajo y vio otro tigre esperándolo al pie del acantilado. Dos ratones, uno blanco y otro negro, comenzaron a roer la vid.
El monje notó una fresa silvestre creciendo en la pared del acantilado. Sosteniendo la vid con una mano, recogió la fresa con la otra y se la llevó a la boca.
¡Qué dulce sabor tenía!
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