Un joven solía visitar al viejo maestro zen en lo alto de la colina. Día tras día, el maestro le ofrecía enseñanzas con generosidad: parábolas, silencios cargados de sentido, consejos finos como hojas de bambú.
Pero con el tiempo, el joven empezó a sentir que aquellas palabras eran demasiado simples, y su atención se fue desvaneciendo como el humo del incienso.
—Gracias, maestro —decía con cortesía—, pero ya conozco eso.
El maestro no dijo nada. Solo sonrió y, al día siguiente, le entregó una piedra de aspecto curioso, brillante pero discreta.
—Ve al mercado —le dijo—. Muestra esta piedra y pregunta cuánto pagarían por ella. No la vendas. Luego regresa.
El joven fue. En el mercado, los vendedores le ofrecieron apenas unas monedas. Unos se rieron, otros la ignoraron.
El maestro, al escuchar esto, asintió con calma:
—Ahora llévala a la joyería más fina del pueblo.
Allí, el joyero la examinó con ojos abiertos como lunas y ofreció una fortuna. El joven, sorprendido, regresó corriendo.
—¡Maestro! ¡No lo puedo creer! Esa piedra vale más que todo lo que tengo.
El maestro asintió y le dijo:
—El conocimiento es como esa piedra.
Cuando lo da alguien cercano, sin pedir nada, se vuelve invisible.
Pero si lo cobra un extraño, se vuelve valioso.
El joven bajó la mirada.
—Entonces, ¿debo cobrar por enseñar, maestro?
El maestro se levantó, recogió otra piedra común del suelo y la puso en su mano.
—Puedes cobrar si eso abre ojos.
Pero nunca confundas valor con precio, ni cercanía con falta de sabiduría.
Koan:
¿Qué pesa más: una joya ignorada en la palma de un amigo, o una piedra cualquiera en la vitrina de un desconocido?